Grupo para la investigación y la acción en la escuela

Octubre y la educación

Teoría y Praxis* | 
La pedagogía marxista parte del objetivo de lograr un ser humano «omnilateral»; es decir, capaz de desarrollar todas sus potencialidades físicas e intelectuales. Para conseguirlo, Marx y Engels consideraban necesario asociar la instrucción al trabajo, ya desde una edad temprana, de manera que los niños fueran familiarizándose con los principios técnicos y científicos de la actividad productiva. Hay que señalar que el objetivo de esta asociación es acabar con la separación entre el trabajo manual y el intelectual, que sirve para justificar las desigualdades sociales bajo el capitalismo. Por eso, Marx denunció la tendencia favorable, dentro de la Internacional, a desarrollar una simple formación profesional, técnica, para los obreros.
Con la creación del Comisariado Popular de Educación (Narkompros), Anatoli Lunacharski y Nadezhda Krupskaya fueron las cabezas visibles encargadas de poner en práctica aquella idea. Sin embargo, ambos habían recibido durante el exilio la influencia de diversas corrientes renovadoras de la pedagogía occidental, como la encabezada por Dewey, y ello probablemente les condujo a cierto idealismo pedagógico que acabó enfrentándoles a diversos sectores del Partido y de la nueva sociedad soviética. Su afán por acercar la escuela a la vida, contrariamente a lo que sucedía con la escuela burguesa, se dio de bruces con la realidad de un cuerpo docente que no sólo no estaba formado para aplicar las nuevas (y escasas) directrices pedagógicas, sino que además era en general hostil al nuevo poder soviético. Pero su propuesta de una “escuela única laboral”, que incluía una educación secundaria general para todos los niños y jóvenes hasta los diecisiete años, también encontró una dura oposición entre las familias, que deseaban una formación profesional que permitiera a sus hijos encontrar empleo cuanto antes.
Lo mismo sucedía con la organización de jóvenes comunistas, el Komsomol, que durante los años veinte defendió los intereses de la juventud obrera en esa misma dirección, además de jugar un importante papel incluso en la administración cotidiana de las escuelas durante algunos años. Pero, sobre todo, el Narkompros chocó con las necesidades de los organismos económicos, encabezados por el Vesenja, que tendieron a imponer las necesidades de mano de obra para la industria y a asumir la dirección de los centros dedicados a la formación en sus ramas respectivas. De hecho, son las urgencias de la economía las que permiten entender de manera más cabal las vicisitudes que atravesó la educación soviética a lo largo de su historia, incluido el fracaso final del proyecto del Narkompros y la consagración, a mediados de los años treinta, de un currículum más convencional y del modelo educativo desarrollado por Makarenko, que seguirían vigentes en sus líneas básicas durante los años cincuenta y sesenta. Unas necesidades, las económicas, estrechamente vinculadas a la lucha por la supervivencia de la Unión Soviética frente a las amenazas provenientes de las potencias occidentales, y que ya se habían hecho realidad durante la guerra civil.
Con todo, lo cierto es que el nuevo poder llevó a cabo un esfuerzo inmenso por arrancar a las masas trabajadoras de la ignorancia y el analfabetismo: entre 1914 y 1927, los alumnos en escuelas primarias pasaron de 7,39 millones a casi diez; los de escuelas secundarias, de medio millón a casi millón y medio, aunque el crecimiento se dio prácticamente en la etapa de doce a catorce años. Un crecimiento muy importante se dio asimismo en la formación profesional, que incorporó las nuevas escuelas de aprendizaje industrial (FZU) y la formación superior de los technicumy; en conjunto, pasaron de albergar 129.000 estudiantes a unos 433.000 en el mismo período.
Los dirigentes soviéticos siempre tuvieron presente, como objetivo central, la necesidad de preservar el nuevo poder soviético, incluso a costa de retrocesos tácticos, como la NEP. En el caso de la educación, a la hora de reforzar el nuevo sistema, una de las primeras cuestiones a resolver era el carácter de casta de la escuela, que hasta 1917 había estado prácticamente vedada a las clases subordinadas, al menos en sus tramos superiores. De ahí que, desde el principio, se frustrara el objetivo del Narkompros de construir una escuela “para todos”: debía ser prioritario el acceso de los hijos de campesinos y soldados. Algo similar ocurrió con la educación superior, donde siempre habían prosperado los vástagos de la intelectualidad y de las clases dominantes, lo que ponía al Estado soviético en manos de técnicos que le eran hostiles por su origen de clase, y que en general podían acercarse, a lo sumo, a la socialdemocracia menchevique. Precisamente, la creación de las “facultades obreras” (rabfaky) pretendía facilitar (y priorizar) el acceso de los trabajadores a la Universidad, con el fin de crear una intelectualidad proletaria. Pese a su relativa importancia numérica (en 1927 estudiaban en ellos unos 49.000 estudiantes, la tercera parte de los que había en la Universidad), estos centros gozaron de especial consideración por parte del Partido, dada su extracción obrera, frente a la escuela secundaria promovida por el Narkompros, históricamente vinculada a las clases superiores. Por la misma razón, las FZU tuvieron una importancia capital para el Komsomol.
Pero este proceso no estuvo exento de problemas, y el gobierno soviético tuvo que lidiar con tendencias contrapuestas (entre las aspiraciones de la clase obrera a la que representaba, y las necesidades de la economía y la defensa), que en general afectaron al conjunto de la vieja intelectualidad prerrevolucionaria: pues, si bien era preciso crear nuevos cuadros dirigentes obreros, el nivel de la formación universitaria se resentía con el cambio en la composición de los estudiantes; y, por otra parte, las necesidades del desarrollo económico y la escasez de profesores universitarios comunistas exigían contemporizar con los técnicos y académicos formados antes de 1917 para vincularlos a la construcción del socialismo. Por otro lado, durante los años veinte las presiones ejercidas por sectores proletarios, muy combativos frente a los cuadros técnicos y académicos (lo que Losurdo ha calificado como «fe furiosa»), llevaron a las autoridades soviéticas a tomar medidas contra éstos que fueron en ocasiones ejemplarizantes (como el proceso contra el Partido Industrial de 1930), pero que se vieron superadas por las necesidades del desarrollo económico. Hasta entonces, lo cierto es que las organizaciones profesionales, al menos las de ingenieros y profesores universitarios, no sólo procuraron mantener ciertos privilegios de cuerpo y su independencia respecto al Partido durante los años veinte, sino que mostraron incluso auténticas veleidades de poder frente a la clase obrera, como ocurrió con los ingenieros de la Administración Científico-Técnica (apoyados, por cierto, por Bujarin).
Constituye una ironía de la historia el que ese «pensamiento tecnocrático» acabara triunfando en la URSS y muy probablemente contribuyendo a su final (entre 1956 y 1986, el porcentaje de miembros del Politburó con estudios técnicos pasó del 59 al 89 por ciento). La especialización que se impuso en los años treinta fue una respuesta inevitable frente a las ya aludidas necesidades económicas y las urgencias militares ante la creciente amenaza en el oeste. Pero, en las décadas posteriores a la segunda guerra mundial –una vez superadas las exigencias del desarrollo, primero, y de la reconstrucción después–, la estrechez de miras que producía una formación limitada estrictamente a los aspectos técnicos, unida a una “pedagogía por objetivos” de matriz conductista en la escuela, escasamente proclive a estimular el desarrollo intelectual autónomo de los estudiantes (como ya advirtiera Skatkin a partir de 1949), pudo tener algún papel en el progresivo anquilosamiento posterior de la ciencia, la tecnología y, por ende, la economía soviéticas.
No fue esta la única forma en que se puede relacionar la educación soviética con su crisis final. Paralelamente, la escuela soviética tuvo crecientes dificultades para proporcionar oportunidades de ascenso social a partir de la época de Jruschev, como pone de manifiesto el que, en la reforma de 1958, se tendiera a fomentar la formación profesional como fórmula para limitar el acceso a la Universidad. En este hecho, de nuevo, jugó su papel la “nueva clase” de técnicos, a los que interesaba –como a sus homólogos occidentales– preservar esa vía de promoción para sus propios retoños.
Este doble proceso se conjugó con una tercera característica que, en el nuevo contexto social y político, se reveló como incapacidad. A principios de los años sesenta, Bronfenbrenner quedó admirado por el espíritu colectivista de la sociedad soviética y por el éxito de la vospitanie (educación) que realmente había creado un “hombre nuevo”. Sin embargo, el tiempo acabaría demostrando que la «educación comunista» impartida en la escuela no era suficiente para integrar a una juventud cada vez más frustrada y apática: el sistema educativo no funcionó como verdadero aparato de hegemonía.
Así pues, sin que pretendamos erigirla, ni mucho menos, en causa única de los procesos históricos, la educación tuvo un papel contradictorio en el desarrollo y crisis del sistema soviético: por un lado, fue un motor de vital importancia en la construcción del socialismo y el ascenso de la URSS a potencia mundial; mientras tanto, ella misma fue campo de contradicciones y debates, en ocasiones muy agrios. Por otra parte, el desarrollo histórico y el de la propia escuela acabaron convirtiendo en problemas lo que habían sido sus principales éxitos: el adiestramiento de especialistas, la promoción social y cultural de los trabajadores y la formación de ciudadanos comunistas. Cuestiones, sin duda, que pueden iluminar la evolución del estado alumbrado por la Revolución, pero también nuestros propios problemas educativos.

(*) Este artículo forma parte del trabajo que estamos preparando para el Congreso Internacional 100 years since the Russian Revolution, que se celebrará en la Universidad de Granada, y es asimismo una introducción a las jornadas La huella de Octubre en la educación, que estamos organizando en Elx para el próximo mes de noviembre.

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Somos docentes dialéctico-críticos, disconformes con nuestra realidad profesional, que pretendemos someter a una revisión permanente nuestra propia práctica.
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